Wednesday, April 2, 2014

Rompiendo

El labio reventado y el ojo hinchado eran las cosas que menos me dolían de estos últimos meses. Nada se compara con el orgullo desinflado por palabras cortantes, la autoestima pisoteada por miradas aplastantes y la confianza en el género humano destruida por bromas explosivas. Los niños no entienden la envidia que puede sentir una niña al verlos resolver sus problemas: dos insultos, unos empujones, unas trompadas y asunto resuelto, de vuelta a jugar. Pero las niñas tenemos reservas inagotables de crueldad, que toman forma de volteadas de cabeza, tonitos sarcásticos y expresiones como "gorda", "fea", que se quedan pegadas en el corazón. Chicles psíquicos que no hay espátula que logre rasparlos.
Sentada en el bus de regreso a la casa, no terminaba de arreglar la historia que les iba a tener que contar a mis papás para explicar la blusa rota y la falda manchada. Sabiendo muy bien que, no importara qué tan buena era la invención, igual se iban a enterar y saldría regañada, no sólo por haberme peleado, sino por haber perdido.
Mientras mi mamá curaba el labio y me decía que mantuviera el hielo pegado al ojo, me distraje recordando cómo había llegado hasta allí. Los primeros años de mi vida no me habían preparado para este mundo lleno de niñas que no querían ser mis amigas y niños que no me sacaban a bailar en las fiestas. Toda mi infancia me habían hecho creer mis padres, mi nana y las empleadas que yo era una niña especial, que era la más linda, la más inteligente y que, si les hacía algún desplante por no ganar en los juegos, ellas tenían la culpa. ¿No era así el resto del mundo?
Duante la época que mi papá estaba construyendo las carreteras en el interior de nuestro pequeño país y mi mamá servía del único auxilio médico a cien kilómetros a la redonda con sus conocimientos de enfermería, yo me había criado entre libros, nanas y empleadas, enteramente mimada y a la vez tan estrangulada por las reglas familiares que no tenía más escapes que meterme dentro de mi cabeza. Eso, y los brazos de mi nana, que olía a leña del fuego de las tortillas y que me daba de comer mañana, tarde y noche, porque cuando era muy pequeña era demasiado flaquita y no quería que me enfermara, sobrecompensando con creces ese error de la naturaleza.
No sólo vivíamos aislados de la vida normal de ciudad por la distancia, también por las costumbres y las ideas. En mi casa, las niñas (o sea, yo, porque más niñas no había a mi alrededor, aunque mi madre siempre hablaba en plural de las cosas que se esperaba de mi comportamiento) eran "finas y delicadas". No hablaban antes de tiempo, se sentaban con las piernas juntas, se ponían vestidos, usaban el pelo recogido, no comían con la boca abierta y olían a rosas y jazmines, aún en el inodoro. Se aprede a montar caballo, pero no a montar una bicicleta. Se toca la flauta, nunca un tambor. Se acompaña a la mamá a hacer mandados, se saluda y se sonríe, pero nunca se mezcla uno con la demás gente, menos con ishtos desarrapados que andan corriendo entre el lodo y subiéndose a los árboles (gloriosos árboles llenos de mangos o cualquier otra fruta de la estación).
Metida en ese mundo, quién me iba a enseñar qué es una broma, cómo se habla con niñas de mi edad, que a un niño no se le deja ver que a uno le gusta. Que la forma de vestirme no era normal. Que estaba bien ponerse jeans y una t-shirt.
Llegar a los doce años con ideas de hace cincuenta y que lo suelten a uno en la selva de un colegio mixto con un grupo de preadolescentes ya integrados, sin ninguna habilidad física, con conocimientos más avanzados, sin el menor sentido de interacción social adecuada y una propensión a llorar había resultado más desastroso que si me hubieran dejado sin agua y sin comida en el desierto. Allí por lo menos hubiera podido morir calladamente. Ahora me tocaba vivir mi desgracia en público.
Alagrandísimaputa cómo me dolía el labio. "Mama, eso duele mucho." "Yo sé, pero quién te manda a meterte a pelearte como si fueras un niño de la calle yo no te crié así siempre te he dicho que las niñas se comportan como damas siempre no puedo creer que te hayas puesto a darte de trompadas con otra niña qué van a decir en el colegio ojalá no te saquen menos mal eres la mejor de la clase porque si no ya estuviera..." Mi mente ya se sabía el resto del discurso de memoria, era lo que escuchaba bastante seguido. Menos mal era suficiente decir "Sí, tienes razón," " No sé qué estaba pensando." Pero hoy algo se había reventado además de mi boca y, en medio del derroche de consejos maternales, me levanté y le dije: "¡Pues ya estoy harta de toda esta maldita mierda! ¡Todas esas hijas de la gran puta se merecen que les rompa la madre! ¡Si me vuelven a molestar, con un palo las voy a agarrar a todas! ¡Y tú, ya CÁLLATE!"
Salí disparada de la silla y me encerré en mi cuarto el resto de la tarde, esperando que llegara el día siguiente.  Si tenía que pelearme con todas las niñas del mundo,  eso haría.
Porque dentro de mí, el labio, el ojo, el castigo inevitable de mi madre y la humillación de ser señalada como la niña que tiraba golpes y patadas, no eran nada comparado con la sensación de poder de haberle partido la nariz a la otra, el miedo en sus ojos y el respeto mezclado con enojo de las demás.
No podía esperar a que llegara el día de mañana y poder pararme frente a ellas. Yo ya sabía qué era capaz de hacer. El resto del mundo se iría enterando poco a poco, una cabrona a la vez.